2. «GENTE PEQUEÑA QUE
VOLABA»
Es curioso. Fue a raíz de la muerte de mi amigo Harry
Mallard cuando empezaron a suceder hechos muy poco comunes y
directamente relacionados con el fenómeno «Ummo». Trataré de ordenarlos
y sintetizarlos.
Como ya cité, Harry, el ingeniero, murió el 27 de octubre
de 1996. Pues bien, a partir de ese día, «algo» desconocido (?) me puso
en marcha y en una muy concreta dirección. El 30 de octubre aterricé en
Chile para iniciar una investigación que me dejaría perplejo. No podía
entenderlo. En mis archivos esperaban decenas de casos. ¿Por qué me
había decidido por la enigmática carta procedente de Oruro, en Bolivia?
¿Y por qué en esos momentos? Lo más inquietante es que, en esa fecha, a
tres días del fallecimiento de Mallard, yo no sabía nada sobre dicha
muerte. Fue después, en diciembre de 1996, a mi regreso en España,
cuando Mercedes Ayala, esposa de Harry, me puso al corriente. Y he
necesitado tiempo para comprender...
La carta de Oruro era un asunto
siempre pendiente. Supe de ella hacia 1972, en una de las múltiples
entrevistas con el grupo receptor de los supuestos mensajes «ummitas».
Como ya mencioné, el 30 de mayo de 1967, tres de estos ciudadanos
recibieron sendas cartas mecanografiadas en las que se anunciaba la
inminente llegada a la Tierra de naves procedentes del no menos supuesto
planeta «Ummo». Uno de los lugares donde debía aparecer uno de los
objetos era Bolivia. El mensaje aclaraba que la zona en cuestión tenía
como centro la ciudad de Oruro. Pues bien, a los tres días de la
información publicada en el diario Informaciones de Madrid (ovnis sobre Valderas),
uno de los receptores del citado «anuncio», Enrique Villagrasa, con unos
reflejos envidiables, se puso en contacto con el periódico más
importante de la referida ciudad de Oruro, al sur de Bolivia. Su
objetivo era simple: tratar de verificar lo anunciado por los «ummitas».
¿Se registró algún caso ovni en esa región entre el 31 de mayo y el 2 de
junio? El ingeniero Villagrasa, con lógica, pensó que, si una de estas
naves se había presentado sobre Madrid, tal y como rezaban las cartas,
quizá había sucedido lo mismo en los otros dos puntos marcados por los
«urnmitas». Y el 5 y el 9 de junio de ese año de 1967,
Enrique enviaba sendas comunicaciones a Bolivia y a Brasil,
respectivamente. Quince días después, para sorpresa de Villagrasa Novoa
y de cuantos tenían conocimiento del tema «Ummo», el director del diario
La Patria,
de Oruro, contestaba a
la petición del ingeniero español, afirmando, entre otras cuestiones: «A
mi vez, estoy en condiciones de proporcionarle una versión que ha sido
verificada por uno de mis redactores, que estuvo en la localidad de
Uyuni, más o menos a unos trescientos kilómetros al sur de Oruro, para
cubrir la información sobre el robo de explosivos; en los días indicados
por usted y que trajo una narración verdaderamente fantástica, que me
resistí a publicar en tanto no contara con pruebas verdaderamente convincentes.
Identificación adecuada de las personas, autoridades que intervinieron
en el hecho, piezas de convicción y prueba, fotos, etc., etc. En tales
circunstancias llegó la carta suya a mis manos.»
Una carta
histórica en el asunto «Ummo». Con fecha 20 de junio de 1967, el
director del diario La Patria, de Oruro, en Bolivia, hizo saber a
Enrique Villagrasa que, en esa región, y en los primeros días de junio,
se habría registrado un hecho no habitual.
El ingeniero
Enrique Villagrasa y Novoa y su esposa, Elena. (Foto: J.J.
Benítez.)
Estas palabras, obviamente,
desconcertaron a Villagrasa y a cuantos alcanzamos a leer la carta del
señor Enrique Miralles, director del periódico de Oruro. ¿Qué quiso
decir con «una narración verdaderamente fantástica»? El intrigante y
desconocido suceso, además, parecía haberse producido en los primeros
días de junio de ese año 1967. Es decir, más o menos, en las fechas
anunciadas por los «ummitas». Por más que repasé la misiva, no pude
hallar una sola pista que arrojara algo de luz sobre el particular.
Enrique Villagrasa, por supuesto, cumplió escrupulosamente las
peticiones del director de La Patria, enviando a Oruro cuanto solicitaba. Lamentablemente, el
señor Miralles no respondió. Y durante casi treinta años, nadie se
preocupó de resucitar el misterioso asunto de Oruro. Nadie se propuso
viajar a Bolivia y aclarar lo ocurrido en aquel lejano junio de 1967.
Mis primeras gestiones, en aquel
miércoles, 30 de octubre de 1996, veintinueve años después de la
recepción de la carta de Oruro, fueron alentadoras. Mejor dicho,
alentadoras casi al final de la jornada. En un primer momento, al tratar
de establecer conexión telefónica con el diario La Patria, todo se vino abajo: según la
operadora, el periódico en cuestión no existía. Fueron unos segundos
decisivos. De haber tenido en
cuenta la rotunda
afirmación de la telefonista chilena, allí y en aquel momento, hubiera
dado por terminada una investigación que acababa de arrancar. El
instinto, sin embargo, funcionó. Insistí y, al poco, la mujer corrigió
su error. El periódico de Oruro seguía en pie. Horas después, tras no
pocas y arduas gestiones con los servicios telefónicos de Chile y
Bolivia, alcancé al fin a comunicarme con Marcelo Miralles, uno de los
hijos del director del periódico de Oruro. Me adelantó algo que
consideré una excelente noticia: su padre vivía. Era muy mayor, pero
conservaba la mente lúcida. Poco después tenía la fortuna de conversar
con Enrique Miralles, el autor de aquella enigmática carta recibida por
Villagrasa. No quise adelantar los acontecimientos y, sencillamente, le
anuncié que deseaba visitarlo. Aunque algo intrigado, Miralles aceptó,
cordial y hospitalario. Y programé el viaje a Oruro para una semana más
tarde... La jornada, en efecto, había sido finalmente fructífera. Uno de
los hombres clave en aquel enigma estaba vivo. Y me pregunté:
¿recordaría lo sucedido en Oruro en junio de 1967? ¿Debería haberlo
interrogado durante aquella primera conversación telefónica?
Concluidas las investigaciones en
Chile, me dirigí sin pérdida de tiempo a la ciudad de La Paz. En esta
oportunidad me acompañaban Blanca, mi mujer, e Iván, mi hijo y
fotógrafo. Ellos fueron testigos de excepción de cuanto viví y oí.
Blanca y J.J.
Benítez a la puerta del diario La Patria, en Oruro. (Foto: Iván
Benítez.)
Y a las
15.30 horas de aquel jueves, 7 de noviembre de 1996, sin apenas respiro,
salimos por carretera hacia Oruro, a poco más de doscientos kilómetros
al sur de La Paz y a 3.709 metros de altitud sobre el nivel del mar. El
mal tiempo y el pésimo estado de la carretera retrasaron sensiblemente
nuestra llegada a Oruro, y la ansiada entrevista con el director de
La Patria
tuvo que ser aplazada de nuevo. Y a la lógica contrariedad
se sumó el llamado mal de altura, consecuencia de la rarefacción del
aire. Las dificultades respiratorias, el martilleo en la cabeza y los
problemas oculares nos acompañarían durante toda la estancia en Bolivia.
Al día siguiente,
al fin, pude estrechar la mano del señor Miralles. Aquella larga e
intensa entrevista se celebró en la sede del diario, en la calle
Camacho. Y
mi primer
pensamiento, nada más saludar al ya familiar autor de la carta de Oruro,
fue para mi buen amigo Enrique Villagrasa, el hombre que más había
batallado por esclarecer aquel turbio asunto. Yo estaba allí gracias a
su tenacidad y buen hacer...
Al mostrarle una copia de su
propia carta, remitida a Villagrasa el 20 de junio de 1967, el ex director del
diario de Oruro me miró perplejo. Me invitó a tomar asiento y permaneció
en silencio durante un par de minutos, enfrascado en la lectura de la
carta. Después, asintiendo con la cabeza, comenzó a hablar: «Sí, lo
recuerdo perfectamente. Uno de nuestros redactores, Lucho Aramayo, fue
enviado a Uyuni para cubrir la información de un robo de explosivos. A
su regreso trajo otra noticia tan fantástica que me negué a publicada. Y
en esos momentos -¡qué casualidad!-
llegó la pregunta del
señor Villagrasa...»
Enrique Miralles,
el anciano periodista y ex director del periódico de Oruro, en
Bolivia.
Marcelo Miralles
(izquierda), hijo del autor de la carta de Oruro, durante una de las
entrevistas con J.J. Benítez. A la derecha, el que fue director de La
Patria, Enrique Miralles. (Foto: Iván Benítez.)
Uyuni es una localidad situada en el
suroeste boliviano, a unas seis horas por carretera de Oruro. Enrique
Miralles prosiguió: «...Según relató Aramayo, en una pequeña aldea de
esa región de Uyuni, una india había sido testigo de un hecho realmente
singular. Unos "hombrecitos" bajaron junto a uno de los corrales en los
que se guardaban las ovejas y mataron a más de treinta. Después
volvieron a montar en aquellas "sillas voladoras" y desaparecieron. El
suceso conmovió de tal forma a la pequeña comunidad indígena que no
dudaron en desplazarse hasta Uyuni y denunciar el hecho a las
autoridades. Días después, una comisión del Ejército viajó hasta el
lugar, pero nunca supimos sus conclusiones...»
Por más que
interrogué al anciano periodista, no pude averiguar mucho más. La
noticia, al parecer, no fue publicada y, dado el tiempo transcurrido, no
recordaba el nombre de la aldea en cuestión, ni tampoco el de la india.
Se trataba, eso sí, de la zona de Uyuni, en el Altiplano. En cuanto a
los militares que procedieron a la investigación, el señor Miralles
reconoció que jamás habían tenido contacto con ellos. Me interesé
igualmente por el redactor que levantó la noticia, pero el resultado fue
idéntico: ninguna pista sobre Luis Aramayo Rivero. Sólo recordaba que
era argentino y que había desaparecido de la escena periodística
boliviana hacía muchos años. A primera vista, la situación no parecía
muy prometedora. Prácticamente no tenía nada. No sabía el nombre del
testigo. Ni siquiera conocía el lugar donde habían ocurrido los hechos.
Uyuni es una enorme región del Altiplano, con miles de kilómetros
cuadrados y cientos de aldeas y caseríos dispersos por la llanura
(1). (1) El Altiplano boliviano, situado a más de cuatro mil
metros de altura, cubre más de
cien mil metros cuadrados.
Región de Uyuni:
miles de kilómetros cuadrados. ¿Por dónde empezar a
buscar?
¿Qué hacer? ¿Dónde
buscar? ¿Merecía la pena tanto esfuerzo? Si la historia relatada por
Miralles era cierta, ¿qué relación guardaba con el asunto
«Ummo»? Y «algo» extraño, sutil y poderoso siguió tirando de
mí. En breve lo
comprobaria, una vez más...
A pesar de las
evidentes dificultades para esclarecer el caso, el instinto (?) me
retuvo en la ciudad de Oruro, a la búsqueda de cualquier indicio. Y
durante horas me encerré en los archivos del diario La
Patria, con la
esperanza de hallar un nombre, una imagen o alguna alusión que
confirmara el singular descenso en Uyuni de los «hombrecitos con sillas
voladoras». Fue un rastreo casi estéril. El periódico había sufrido un
voraz incendio y parte de su historia había desaparecido entre las
llamas. Aun así, pude encontrar la noticia del robo de explosivos. Una
información que, a su vez, me proporcionó la fecha aproximada del
incidente entre los «enanos» y la india. El citado robo sucedió el
domingo, 11 de junio de 1967,
y fue publicado al
siguiente jueves, 15
de junio. La
noticia decía textualmente:
Fueron sustraídos de la estación de
Uyuni veintidós cajones de dinamita. Se asegura que los autores son
castrocomunistas.
Luis Aramayo
Rivero (corresponsal viajero).
Uyuni. Junio, 14
(La Patria). Se ha registrado el robo de veintidós cajones de dinamita
de la Corporación Minera de Bolivia en las bodegas de la estación de
ferrocarril, aquí, el domingo en la noche.
Los autores de
la sustracción volaron los candados de las bodegas, donde existen
grandes cantidades de explosivos de la Corporación Minera de Bolivia.
El hecho ha
causado alarma entre los pobladores de este distrito, que hacen una
serie de conjeturas. Los vecinos principales y los trabajadores del
ferrocarril expresaron al enviado de La Patria: «Imagínese, señor, si
estos explosivos fueron robados por delincuentes y a éstos se les ocurre
dinamitar la población.»
De otro lado se
afirmó que no es la primera vez que ocurren estos robos. Hace dos meses
también sustrajeron del ferrocarril veintiséis cajones de mechas de
explosivos, óxido y otros elementos peligrosos.
Este enviado
entrevistó el lunes al capitán Baldivieso Pereira, para saber si
existían detenidos con relación a este hecho. Indicó que el robo no fue
cometido por elementos del hampa, sino por castrocomunistas que,
presumiblemente, tengan vinculación con los guerrilleros...
Según Enrique Miralles, cuando el
«corresponsal viajero» se presentó en Uyuni para cubrir la información
del referido robo de dinamita, el tal Aramayo tuvo conocimiento
igualmete del suceso de la matanza de las ovejas. Indagó, con toda
probabilidad entre los mismos militares de Uyuni, y se trajo la
información a Oruro. El entonces director del periódico, sin embargo, a
la vista de lo «fantástico de la historia», optó por no
publicarla, a la espera de nuevos datos y,
quizá, de una confirmación oficial. Pero, con el paso del tiempo, el
asunto quedó olvidado. Según todos los indicios, el incidente pudo
suceder poco antes del robo de los explosivos, es decir, a finales de
mayo o principios de junio (1967). Y una vez más quedé desconcertado
ante la asombrosa coincidencia. ¿Cómo explicar el anuncio de la carta
«ummita», leída el 30 de mayo en Madrid y ante una treintena de
personas, y el suceso de las «sillas voladoras»
en Uyuni? Las sorpresas, sin embargo, no terminaron ahí...
El sábado, 9 de noviembre (1996),
obligado por un compromiso previo, me trasladé a La Paz, con el fin de
asistir a la Primera Feria Internacional del Libro de Bolivia. Las
pesquisas en Oruro se hallaban prácticamente «congeladas» y estimé que un pequeño respiro resultaría más que saludable.
Como ya señalé, en esos momentos no tenía nada o casi nada. No hubo
forma de localizar la identidad de la india, ni tampoco el paraje en el
que se registraron los hechos. Reflexioné sobre la posibilidad de viajar
a Uyuni e iniciar la búsqueda de la mujer. El sentido común me invitó a
esperar, y siguieron sucediendo cosas extrañas...
Esa misma tarde del
sábado, mientras firmaba ejemplares de mis libros en el stand del Grupo
Planeta, se produjo otra increíble «casualidad». ¿Casualidad? He aquí lo
ocurrido, según consta en mi cuaderno de campo: de pronto se presentaron
dos hombres. El más joven traía un Caballo de Troya. Recuerdo que establecimos una breve pero cordial
conversación en la que, siguiendo mi costumbre, me interesé por la
profesión de la persona a la que estaba a punto de dedicar el libro.
Adolfo Terrazas me contó que trabajaba en la prefectura de la ciudad de
Oruro. ¿Oruro? Y obedeciendo a la
intuición, lo interrogué sobre el caso de la india y las «sillas
voladoras». En un primer momento dudó. Era lógico. Aquel amable
boliviano era muy joven. Quizá no había nacido en 1967. ¿Cómo podía
saber de un hecho registrado casi treinta años atrás? Adolfo, entonces,
se dirigió al hombre de más edad e intercambiaron unas frases. Acto
seguido, el joven Terrazas asintió con la cabeza y aclaró:
-Conocemos el caso. Ocurrió en una zona rural, en Uyuni...
Supongo que palidecí.
-Pero ¿cómo es posible?
-Mi padre -añadió Adolfo- es primo del coronel que mandaba
el regimiento en Uyuni en aquellas fechas...
Y Hemán Terrazas Céspedes,
padre de Adolfo Terrazas, sonrió tan desconcertado como yo.
Era inútil racionalizar aquel
encuentro. La Paz tenía algo más de un millón de habitantes, y yo,
justamente en esos momentos, cuando me creía perdido, cuando la
investigación acababa de entrar en un aparente punto muerto, había ido a
«tropezar» (?) con un hombre que sabía del suceso y que, además, era
pariente del coronel que había puesto en marcha la investigación
oficial. ¿Casualidad?
Lógicamente, a partir de ese sábado,
las pesquisas tomaron otro rumbo. Las conversaciones con Hemán Terrazas,
general del ejército, fueron de gran utilidad. Él, como digo, recordaba
el caso de la pastora de Uyuni y los nombres de algunas de las personas
que integraron el grupo que se desplazó hasta el lugar de los hechos, realizó los interrogatorios y el
examen de los animales muertos. Fue así, mágicamente, como supe del
coronel Rogelio Ayala, el hombre que ordenó la investigación, y del
resto de los vecinos de Uyuni que viajaron al Altiplano: Pablo Ayala,
hijo del coronel, los entonces tenientes del ejército Caso y Ampuero, el
doctor Sea y Jesús Pereyra, de la alcaldía de Uyuni. Meses después, tras
una paciente y laboriosa búsqueda de los comisionados, el caso de la
india avanzó notablemente. Tuve la fortuna de conversar con todos ellos,
excepción hecha de Carlos Caso, fallecido años antes. Todos recordaban
el extraño suceso, y todos coincidieron en algo: lo ocurrido en aquel
apartado lugar, en 1967, fue real.
El coronel Rogelio
Ayala (izquierda) y el general Terrazas, otra asombrosa «casualidad» en
mis investigaciones. (Foto: J.J. Benítez.)
El ingeniero Jesús
Pereyra Medina (en el centro de la imagen). «Cuando pasó todo, hablamos
de nuevo con los campesinos. Ellos veían estas cosas, las luces, con
frecuencia.»
Pablo Ayala era estudiante de derecho en aquellas
fechas.
Fue el más joven de
la expedición (dieciocho años) y, casi con seguridad, el único que tomó
notas de lo acaecido. Algún tiempo después lo pondría por escrito,
conservando así la esencia del singular incidente.
-Mi padre estaba al mando del
Regimiento LOA, de Infantería, con base en Uyuni. Yo estaba de
vacaciones cuando llegaron aquellos campesinos...
Pablo Ayala no tenía muy claro en
qué momento sucedieron los hechos. Quizá entre marzo y
junio...
Pablo
Ayala, el más joven de la comisión de Uyuni. (Foto: Blanca de Benítez.)
-Recuerdo que eran dos
o tres humildes campesinos. Se presentaron en el destacamento militar. Se hallaban
muy asustados e indignados. Hablaban de
«gente pequeña» que volaba y que había descendido en una ranchería,
hacia el este de Uyuni. Aquella «gente pequeña» -decían- mataron el
ganado. Querían saber quién pagaría las pérdidas. El grado de excitación
era tal que mi padre y el resto de los militares comprendieron que algo
extraño había sucedido. Y antes de tomar una decisión optaron por viajar
al lugar y verificar las palabras de los campesinos.
La postura de los militares de Uyuni
fue tan prudente como acertada, pero no por las razones que hoy podemos
imaginar. En aquel tiempo (1967), Bolivia se hallaba en plena lucha
contra la guerrilla. Ese año, justamente, el ejército terminaría con la
vida del Che Guevara. El envío, por tanto, de la comisión de Uyuni
obedeció, fundamentalmente, a la sospecha de que la muerte de las ovejas fuera obra de
guerrilleros, como había sucedido con el ya referido robo de dinamita en
la noche del domingo, 11 de junio.
En cuanto al nombre de la ranchería
o del pueblo más cercano, mi informante tampoco supo darme razón. No lo
recordaba.
-Salimos al amanecer -prosiguió
Ayala-, y en una camioneta del ejército. Los campesinos nos fueron
guiando. Entonces no había casi caminos. Teníamos que seguir las orillas
de los ríos. El viaje me pareció agotador e interminable. Cuando
preguntábamos por el lugar, siempre respondían lo mismo: «Está muy
cerca..., detrás de aquel cerrito.» Y así hasta las cuatro de la tarde,
siempre hacia el este...
»El paraje lo integraban dos o tres
casitas de paja y adobe, en pleno Altiplano y a considerable distancia
de la aldea más cercana. Era un lugar desolado, casi en mitad de la
nada. Muy cerca discurría un riachuelo de aguas claras y orillas
formadas por piedrecitas de colores. Nos estaban esperando. La ranchería
la formaban un par de familias. Muy cerca se levantaban unos corrales de
piedra y allí habían dispuesto las ovejas y los corderos muertos.
Contamos más de treinta. Aquello nos dejó perplejos. Los animales
presentaban numerosas mutilaciones, con una serie de orificios, casi
perfectos. Como le digo, la muerte del ganado no tenía sentido. Era y es
el único medio de vida de estas gentes. Acabar con la totalidad del
rebaño no era lógico. Fue entonces cuando una de las mujeres contó lo
sucedido tres días antes...
Ni Pablo Ayala ni el resto de la
comisión lograron recordar el nombre de la india que protagonizó los
hechos. Aquel lógico olvido (qué podía esperar
después de treinta años) me mantuvo inquieto durante meses. Los
investigadores sabemos que el testimonio de las personas directamente
implicadas en un caso es vital e insustituible. Por mucha sinceridad y
mejor memoria que puedan disfrutar los testigos de segundo orden, sus
testimonios, en líneas generales, son incompletos y, a veces, erróneos.
Éstos, en fin, fueron mis temores al tratar de reconstruir lo acaecido
en aquel remoto 1967. Pero el Destino tenía sus planes...
-La mujer sólo hablaba quechua
-añadió Pablo Ayala- y en su lengua contó lo siguiente: los hombres de
la ranchería habían marchado al trabajo por la mañana, como es lo
habitual. Ella estaba al cuidado del
ganado. Pues bien, por la tarde, en uno de los corrales de piedra,
observó la presencia de dos «hombrecitos». Estaban manipulando una red
con la que habían cubierto dicho corral. Eran muy pequeños; podían medir
entre 1,10 y 1,30 metros. La mujer les gritó, llamándoles la atención. Y
los individuos, asustados, procedieron a replegar la red. Uno de ellos
se alejó del corral y, al llegar a las proximidades del riachuelo,
remontó el vuelo y desapareció. Vestían buzos oscuros, muy acolchados,
con algo que les cubría parte de las cabezas. A la espalda presentaban
unas mochilas (?), sujetas al pecho con dos correas rojas que se
cruzaban en el centro del tórax. Según la india, los «hombrecitos»
utilizaban guantes de color plomo y botas de gran tamaño. La mujer,
entonces, imaginando que estaba ante unos malandrines normales y
corrientes, cogió un palo y se fue decidida hacia el sujeto que todavía
permanecía en el suelo. Lo golpeó en la cabeza, probablemente a la
altura del ojo, y lo derribó. El individuo se incorporó y lanzó una
especie de cuchillo contra la pastora. Era una arma con la punta en
forma de garfio y con la cualidad de regresar siempre a las manos de su
propietario, algo parecido a un boomerang. Según la mujer, aquella cosa
le produjo cortes en brazos y pecho, aunque de escasa profundidad. Todos
pudimos contemplar las heridas. El nudo del kepi, con el que sostenía a un niño de
corta edad a su espalda, fue lo que, al parecer, le salvó la vida. La
india siguió golpeándolo, pero, finalmente, el individuo se alejó hacia
un pequeño cerro y huyó por los aires, desapareciendo en la misma
dirección de su compañero.
Dibujo de Pablo
Ayala, según el testimonio de la pastora boliviana. El «hombrecito»
pulsó la parte superior de una máquina y replegó la red que cubría el
corral de piedra.
Dibujos de Pablo
Ayala. Una red muy fina cerraba el corral de piedra por la parte
superior.
Cuando me interesé por las heridas
ocasionadas al «hombrecito», ni Ayala ni el resto supieron darme razón
sobre la naturaleza de dichas lesiones.
-La india lo hirió en la
cabeza y nos mostró, incluso, algunas gotas de sangre, derramada sobre los guijarros.
Guardamos unas muestras y las depositamos en el hospital de Uyuni, pero,
si no estoy equivocado, nunca se analizaron. Era una sangre roja,
aparentemente igual que la nuestra.
Quedé perplejo. ¿Cómo era posible
que nadie se hubiera preocupado de analizar las muestras de sangre? La
respuesta fue unánime:
-Eran otros tiempos. Los
laboratorios de Bolivia, en 1967, dejaban mucho que desear. Además,
¿para qué? Al inspeccionar el ganado muerto -añadió Pablo Ayala-, los
militares comprobaron que aquello no era obra de la guerrilla.
Alfredo Ampuero (hoy general del
ejército) ratificó las palabras de su compañero:
-Las ovejas presentaban unos
orificios de entre cinco y siete centímetros de diámetro. Eran
perfectos. Es más: podía verse al trasluz. Aquellos humildes campesinos
no tenían con qué practicar tales agujeros. Por otra parte, ¿qué sentido
tenía matar a las ovejas y a los corderos para llevarse, únicamente, las
entrañas, los ojos, los riñones y los hígados? Los guerrilleros (y el
Altiplano nunca fue zona de guerrillas) no actuaban así. ¿Por qué
terminar con tantos animales para después abandonarlos, casi intactos?
Tampoco pudimos responsabilizar de la matanza a los indios. Esta gente
aprecia más al ganado que a sus hijos. ¿Por qué iban a terminar con la
totalidad de las ovejas y por nada? De hecho, ésta fue su principal
preocupación: ¿quién pagaba los animales? Por eso caminaron durante toda
una noche hasta llegar a Uyuni. Lamentablemente, a pesar del escrito del
coronel Ayala, confirmando la autenticidad del caso, los indios nunca
recibieron una compensación económica.
Alfredo Ampuero,
hoy general del Ejército de Bolivia, testigo del relato de la india del
Altiplano. (Foto: J.J. Benítez.)
Al interesarme por su opinión
personal, el general Ampuero fue igualmente claro:
-Mire usted, hubo algo que me
impresionó vivamente: la pastora era analfabeta. Sólo hablaba quechua.
Allí no había radio, prensa, ni televisión. Aquello era el fin del
mundo. ¿Por qué una mujer tan simple iba a montar semejante fábula? Lo
que dice que vio fue real...
El doctor Juan Sea Barrientos fue de
la misma opinión, y añadió:
-Para extraer los órganos de las
ovejas, quien lo hiciera, desplegaron unos especiales conocimientos. Las
mutilaciones de ojos, vísceras, etc., no fueron obra de los indios, de
eso estoy seguro. Además, ¿cómo explicar las huellas de las botas y de
las «sillas voladoras» junto a los corrales?
El doctor Sea. Se
encontraba en Uyuni cuando fueron avisados por los campesinos. (Foto:
J.J. Benítez.)
Según el médico y el resto de los
testigos con los que conversé, las huellas del calzado eran nítidas.
Aparecían repartidas por el interior y exterior de los apriscos de
piedra, y en especial, en el punto en el que habían peleado.
-Eran huellas pequeñas -prosiguió el
doctor Sea-, con un tacón raro. Parecían corresponder a un pie ancho.
Allí mismo observamos también otras marcas que podrían corresponder a
las «patas» de las «sillas voladoras». Formaban un cuadrado. Cada
orificio, muy superficial, se hallaba a cuarenta centímetros. Las
huellas en cuestión (cada «cuadrado») estaban separadas por diez o
quince metros.
Éste fue otro de los capítulos
oscuros en el caso de la india y la «gente pequeña que volaba». Los
miembros de la comisión no terminaban de coincidir: para unos, las
«sillas voladoras» disponían de «hélices» o «ventiladores». Otros, en
cambio, no recordaban que la pastora hubiera hecho alusión a semejantes
artilugios. Sea como fuere, lo cierto es que los «hombrecítos»
disfrutaban de un sistema de autopropulsión que les permitía aterrizar y
despegar a voluntad. Algo, por cierto, bastante común en el fenómeno
ovni.
-Esa misma noche -concluyó Pablo
Ayala- regresamos a Uyuni. Los militares informaron, y ahí terminó el
asunto. Dudo mucho que se hiciera un informe oficial. Como te comenté,
los militares quedaron tranquilos: aquello no había sido obra de la
guerrilla... Por mi parte, nunca más regresé al lugar, ni volví a ver a
la pastora...
Lo mismo sucedió con el resto de los
integrantes de la expedición. Según mis noticias, nadie volvió a la
referida ranchería ni supo de la suerte de aquellas gentes. Y el caso
quedó dormido durante casi treinta años.
Por supuesto, no me di por
satisfecho. Había interrogado a la casi totalidad de los comisionados de
Uyuni, pero, obviamente, faltaba lo más importante: la india. ¿Seguía
viva? Y, de ser así, ¿dónde se encontraba? ¿Continuaba viviendo al este
de Uyuni?, ¿cuál era su nombre? ¿Cómo hallar la aldea o la ranchería?
Por más que indagué, las pesquisas desde La Paz y Oruro fueron
estériles. Como ya he dicho, el Altiplano boliviano suma más de cien mil
kilómetros cuadrados (algo más que Andalucía y casi el triple de la
superficie de Suiza). Podía presentarme en Uyuni, sí, pero ¿por dónde
empezar? Algo estaba claro en mi mente y, sobre todo, en mi corazón: si
la pastora seguía con vida, yo la encontraría...
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